II
DEL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN Y LAS
RELIGIONES
No cabe duda de que, para que el hombre contacte
y asuma una creencia religiosa, debe tener algo
dentro de sí para que aquella relación pueda ser
establecida, no de otro modo podría ello producirse,
hecho que recuerda al diapasón que podría vibrar
con otro si ambos se encontraran sometidos a
semejante modulación o temple. Por tanto, que una
religión externa y concreta puede constituir un
instrumento - diapasón mayor - al servicio del
hombre, es un aserto que actualmente apenas si
merece digresión alguna, puesto que, en su
abundamiento, disponemos de variadísima
experiencia humana. Sin embargo, y por otro lado,
podríamos aseverar sin posibilidad práctica de error
que no existe ninguna religión superior a la verdad.
Pero ¿cómo llegar a la verdad? Es indudablemente
cierto que, aparte de poseer el hombre el
correspondiente interior callado, cual diapasón a
despertar, nadie es capaz de avanzar si no recibiese
ayuda externa. En consecuencia, los cuidadosos y
vigilantes guías de la humanidad nunca han dejado
de proporcionar los medios adecuados por medio de
los que pudiese el hombre ponerse en contacto con
el Padre celestial. Así, en el primer momento,
cuando aquél adquiere su primera conciencia en el
mundo físico y su naturaleza se expresa hacia el
exterior en su estado más primitivo o salvaje, la
fuerza, en cuanto que útil frente a los animales y
otros hombres que le rodean, puesto que lo acosan
pretendiendo conseguir los mismos objetivos o
saciar apetitos, la religión adecuada no podía
sustentarse sino en este sentimiento de violento
poder del cuerpo en cuanto mera deriva de la fuerza
bruta, único al que nuestro ser de entonces podía
obedecer y respetar. Porque, sintiéndose algún
hombre u hombres verdaderamente poderosos ¿en
realidad a quién habrían de temer? La respuesta es
que a las fuerzas de la Naturaleza, dado que en
aquellos lejanos tiempos ellas obraban con
extraordinaria frecuencia y de forma contundente,
motivo por el que, ante ellas, de manera inevitable el
hombre en ciernes se sentía inferior y atemorizado.
Esta fue la causa, y no otra, de que comenzara a
adorarlas y a propiciarlas incluso mediante
ofrendas de sacrificios sangrientos.
Así las cosas, y transcurrido el tiempo, tras la
evolución producida por medio del miedo, en la
conciencia del hombre surge la consideración de
que Dios (al que se ha identificado al fin con
aquellas fuerzas) es el dador de todo, el cual, e ipso
facto, igual que lo ha de recompensar
con bienes materiales o poniéndose a su lado frente
a los enemigos si se somete y obedece su ley, de
semejante modo lo castigará en caso contrario, pero
sin echar al olvido en ningún caso que podría
aparecer y alzarse como un enemigo incontenible y
de primera magnitud. Es el tiempo en que por miedo
y avaricia le ofrenda y sacrifica lo mejor de sí mismo,
sus animales, puesto que esta posesión constituye
entonces no sólo su sustento, sino su señal de
distinción y clase, sus elocuentes arras de auge y
poder social.
Con posterioridad habría de venir una porción
evolutiva en la que al hombre iba a pedírsele que
adorase y reverenciase a un Dios de amor, un Dios
por el que deberá sacrificarse durante toda su vida
en espera de obtener una recompensa, la cual
únicamente tendrá lugar una vez haya muerto (vida
en un cielo y eterna) Y ante esta promesa deberá
mostrar su fe.
Por último, hemos de llegar a una situación y
momento en que, (fe y razón unidos) una vez
reconocida nuestra propia divinidad, el bien será
hecho por convicción mental y anímica porque es lo
justo, y ya sin necesidad de castigo o recompensa
alguna.
Pues bien, con la venida del Cristo se entroniza el
sentido religioso correspondiente al tercer grado de
los descritos, si bien aún no hemos dejado por
completo atrás todo vestigio sustentado en el miedo
o la avaricia. Si nos detenemos a analizar nuestro
contexto actual podremos darnos cuenta de que nos
hallamos tanto bajo las leyes de Dios como de las
dadas por nosotros mismos, y todo ello con la
finalidad de domeñar nuestro cuerpo de deseos (la
perversión del Ego y, por ello, vehículo de
destrucción mientras se encuentre sin control) a
través de la prohibición o el miedo que aquéllas
imponen.
Pero, si bien cuanto hemos expuesto se ha dado y
aún habrá de darse, sí es conveniente que
observemos - porque acaso este momento sea
oportuno para el lector - dos hechos no exentos de
relevancia: uno, que a medida que los pueblos
o sociedades alcanzan grados más altos de civilidad,
es decir, cuando han asumido en sus vidas diarias
de relación y convivencia aquél que su religión les
demandaba, en esos pueblos o sociedades
comenzarán a aparecer individualidades o
pequeños grupos practicantes de alguna o
algunas religiones con exigencia superior; otro, que
a título personal, aquel individuo que se esfuerce en
su fuero interno y externo por superar el status
general de su marco de convivencia,
inexorablemente tenderá a buscar un credo o haber
religioso que logre ponerle en contacto con prácticas
con que él, personalmente y en privado, esté
desarrollando su vida en pos de nuevas aspiraciones
civiles que esté tratando de alcanzar.
Ello debe conducirnos inexorablemente a constatar
que el acervo completo de las religiones sigue y
persigue tanto la estela de los pueblos o sociedades
como del individuo concreto, por lo que, aunque en
verdad toda religión se esfuerza por "modernizarse"
o "explicarse" en la mejor forma debida para llevar a
cabo la convivencia con las coetáneas exigencias
civiles, hay, sin embargo, un momento en que
cualquier religión dejará de ser instrumento de
utilidad para un pueblo, para una sociedad o un
individuo, momento a partir del cual dicha religión
será lenta y progresivamente abandonada por sus
fieles y, por ende, y del mismo modo, sustituida. Una
vez que ya no quede individuo o grupo humano a
quien pueda servir como muleta o apoyo para guiar
y acrecentar su progreso espiritual, cualquier religión
de que se trate desaparecerá, pues habrá prestado
por completo su función y expectativas en
el proceso y economía del mundo para que fue
instituida.
Es la ocasión aquí para plantearse - siquiera grosso
modo - el porqué de la configuración de un grupo
humano prácticamente homogéneo por el cual son
desarrolladas determinadas prácticas civiles y a un
tiempo se practica por dicho grupo determinada
religión. Existen desde luego más razones o
matices, por supuesto, pero lo principal ha de
consistir en saber que ello dependerá, sobremanera,
de cuándo los individuos integrantes hayan
conseguido completar totalmente sus vehículos, es
decir: el triple espíritu, el triple cuerpo y la mente.
Ésta última es, sin paliativos, motivo determinante
para la utilización de la razón y, por tanto, y derivado
de ello, motor-fundamento para la consecución en
Occidente de los ideales respecto de la civilidad
alcanzada hasta el día de hoy. Sin inconveniente
alguno podemos afirmar que "a un determinado
desarrollo de la razón, corresponden una
determinada civilidad y una semejante religión".
No obstante, las medidas tomadas por los Guías en
un tiempo concreto, a efectos evolutivos, tardan en
desaparecer, dado que siempre se solaparán
(espirales dentro de espirales) con las siguientes. De
aquí que las normas primitivas dadas por Jehová
aún no hayan desaparecido en relación con la
Nueva Dispensación, o religión de Cristo, al igual
que ésta no habrá de desaparecer tampoco en el
futuro con facilidad, sino que será asumida e
integrada cuando ya, inmersos en otros tiempos más
elevados, procedamos a tomar posesión de la que
será la religión del Padre, la cual habrá de
manifestarse bajo la concisa expresión de "Todo en
todos".
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del libro "Los Rosacruces" de Antonio Justel
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