De la aplicación de la pena capital
Es de vital importancia e interés para todo
el género humano que la pena de muerte quede
definitivamente abolida en todos los países. Es
verdad que durante los últimos tiempos no sólo la
han suprimido una serie de ellos de sus códigos de
represión penal, es verdad asimismo que algunas
autoridades norteamericanas han reflexionado y
suspendido, siquiera transitoriamente, su aplicación,
y es verdad también que de forma muy acentuada, y
hasta a veces de forma clamorosa, gran parte de la
Humanidad exige que privar de la vida desde el
estamento estatal de su país o de cualquier país,
sea considerado un acto deleznable y abyecto que
debe ser absolutamente erradicado, que debe ser
sustituido en el peor de los casos por el de prisión
perpetua.
Recordemos que el progreso del mundo no se basa
en el exterminio, el apartamiento y reclusión, sino en
la ayuda, la cooperación, la reinserción y la
convivencia, y este postulado sirve absolutamente
tanto a niveles individuales y grupos reducidos como
tocante al concierto internacional más amplio, donde
nadie sobra y todos pertenecen.
Porque, aparte de que nadie, y ello ya sea individual
o colectivamente, tiene derecho a privar a un
semejante de la propia vida porque ninguno de ellos
se la dio – ni siquiera sus propios padres, quienes si
es cierto que colaboran lo hacen únicamente dando
vía y constitución a la forma – hemos de alertar sin
ningún reparo, dada la magnitud del problema, de
los peligros y riesgos en que incurre la Humanidad
cuando, uno tras otro, a los criminales, de forma
legal, va privándoseles de la vida. Y, naturalmente,
no decimos bajo ningún aspecto que un criminal
muerto por alguien que no corresponda al Estado no
sea un acontecimiento deplorable y peligroso. Nada
más lejos. Aparte de desechar que constituya un
acto de venganza, el Estado suele refugiarse en que
hay que librar a la sociedad del criminal y
darle seguridad, cuestión que alcanzaría con
apartarle meramente. El hecho es que existen
muchísimas personas que poniendo en manos del
Estado la responsabilidad de la muerte de alguien,
del cual se afirma previamente que constituye un
enemigo - y puede ser que en realidad y
temporalmente lo sea - creen liberar sin embargo
sus conciencias individuales diluyendo su parte en
aquélla otra abstracta de más alta dignidad, la del
Estado, al que, en su calidad de representante
común, entregan en la práctica la "razón" del
ejecutante-verdugo, pero encontrándose por tanto a
salvo.. Pero el hecho real es que el Estado mata así
de forma sibilina y sin que apenas el resto de los
ciudadanos logren enterarse o lo perciban, si bien, y
en lo esencial, es que a un ser humano se le ha
dado muerte por encargo de todos.
De cualquier manera, antes de pasar a poner en
evidencia lo que realmente ocurre una vez muerto el
reo, es elemental que insistamos en preguntarnos
acerca de quiénes son los delincuentes en general y
quiénes son los criminales. Con harta frecuencia –
quizás a raíz de un hecho delictivo de incidencia
directa o colateral – oímos frases como "debieran
matarlo como él hizo", "por mí que se pudra en la
cárcel", "que no salga en la vida", "el que
a hierro mata…" y otras que vienen a poner bien a
las claras no ya el olvido de que el delincuente
convicto, en cuanto que ser humano, es susceptible
de ser ayudado, rehabilitado y devuelto mental y
moralmente diferente a la sociedad a la que
pertenece y con capacidad para insertarse con
garantías suficientes de convivencia sana y útil, sino
que, el pensamiento mayoritario oscila teniendo la
altura de la pena como única medida a tener en
cuenta respecto al preso.
Sin embargo, qué lejos y a buen recaudo
deberíamos poner tales mentalidades si en verdad
deseáramos y quisiéramos "darnos" a nosotros
mismos un trato no vejatorio ni humillante, pues
debiera comprenderse que a la mayoría de los
encarcelados no es a un lugar carcelario adonde
debiéramos enviarles, sino a instituciones en las que
de forma real pudieran ser ayudados, que quiere
decir enseñados, curados, restablecidos, mirados,
acompañados, etc.
El tratamiento, por tanto, a dar a quien tropieza en la
vida no debe consistir en ningún caso para
vilipendiarlo o tacharlo para siempre como un
apestado de los viejos tiempos; antes bien, quien
tropieza es uno de nosotros, o nuestro hijo, o
nuestro hermano, o un padre, o una madre…
Si el equivocado fuese uno de ellos ¿no nos
esforzaríamos para que se levantase y pudiese
retornar cuanto antes en las mejores condiciones
posibles y continuar con nosotros?
Por tanto, la noción y concepto que tengamos dentro
de nuestra alma, será la vasija de medir para
enfocar el tema respecto a cuál deba ser el objeto de
una sentencia judicial y su pena: privar de libertad a
rajatabla o ayudar. Esa es la cuestión.
Por fin, volviendo a lo que prometimos, queremos
significar que, cuando se ha ejecutado a un criminal
(alguien que fuese tal vez capaz de vanagloriarse en
y con el mal) bajo la creencia de que definitivamente
se ha librado de él a la sociedad, nada más lejos de
la realidad se encuentra la verdad.
Y afirmamos esto porque al provocarle la muerte,
ésta lo deja libre en el Mundo del Deseo y por tanto
con libertad total y absoluta para entrar y salir donde
quiera, acercarse a unos u otros, sugerirles,
atosigarles, inducirlos en consecuencia mediante
pensamientos de la peor especie, los cuales van a
conducir a muchas personas "débiles" o "propicias" a
provocar típicos hechos de odio o de venganza,
cuando no a cometer desastres de inimaginable
gravedad y magnitud. Un asesino o criminal, en
definitiva, no viene a ser más que una persona
enferma y con determinados puntos débiles en el
carácter, tal vez falto de modos de ver y, por tanto,
de comprender. En casos ordinarios, en ningún caso
debiéramos enviar a tales personas a prisión, sino al
lugar o lugares apropiados donde pueda prestársele
la ayuda humana y urgente que necesitan.
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del libro "Los Rosacruces" de Antonio Justel
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